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viernes, 10 de marzo de 2017

Luciérnagas


El poeta romántico Víctor Hugo, en el célebre clásico que lleva por título Los miserables, es tajante al clasificar a la humanidad en luminosos y tenebrosos. Pero estas líneas (por razones obvias) se las dedico a los que como dignos hijos de Prometeo tienen el fuego sagrado e iluminan al mundo. 

Uno de estos hijos era el filósofo Diógenes de Sinope, quien iba por su ciudad (a plena luz del día) con una lámpara buscando a los hombres honestos…otro de sus vástagos era nuestro Simón Rodríguez, quien cansado de tanta incomprensión instauró una fábrica de velas para, al menos de esa forma, seguir dando luz.

En el relato de Eduardo Galeano titulado El mundo, un hombre del pueblo de Neguá “dijo que somos un mar de fueguitos” y que hay fuegos que arden con tantas ganas que “quien se acerca, se enciende”. Esto – como lo constata la tradición oriental – ocurre cuando el discípulo encuentra al maestro.

Voy por estos pasajes con el candor que produce lo amado y con el ánimo de quien es feliz al recordar líneas que lo han hecho feliz. La vida es breve, lo que podemos aprehender es limitado. Hay quienes pretenden saberlo todo, como Fausto (el personaje esencial de la obra de Goethe), pero se equivocan de medio a medio.


Sigo con lo amado y formulo esta pregunta: ¿cuántas páginas escribió el prolífico poeta barinés Orlando Araujo? Los eruditos lo saben. Yo recuerdo dos pensamientos de este autor, recuerdo que un amigo es el espejo donde tú eres él; que no hay que apagar esa luz ni fallarle en cualquier oscuridad y que “con la investigación histórica nos buscamos en la memoria de los otros”.

Las iluminaciones son como un relámpago y nosotros rasgamos o intentamos rasgar – como el Libertador Simón Bolívar – un instante las tinieblas, fulgurar apenas sobre el abismo… no importa que después nos perdamos en el vacío, y este ensayo, es producto de los fogonazos de las luciérnagas que admiro y que deslumbran mi incesante caminar. 


Francisco José Aguiar

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