A Daniel Nava
He leído con ardor cuanto mito ha llegado a mis manos y en cada uno el mundo se me ha presentado con sus mejores galas. Todas las civilizaciones se han dado a la tarea de romper el pesado silencio con cuentos que intentan explicar el origen de las cosas. El Sol, la Luna, las estrellas, los ríos, los mares, los dioses, el fuego, y un largo etcétera, son explicados poéticamente a través del lenguaje.
Imaginemos a un hombre, de tiempo inmemorial, maravillado con la lluvia que riega sus campos y que para agradecer este prodigio construye, gracias a su lengua madre, un ser extraordinario que señorea sobre la vida y la muerte. Imaginemos que ese hombre, rodeado de los habitantes de su comarca y bajo el candil de una fogata, refiere el relato que construyó con la fuerza expresiva de un poeta. Imaginemos a los habitantes de esa comarca relatando lo que le escucharon proferir cierta noche y levantando un templo y danzando al pie de un colosal Dios esculpido en piedra.
El poeta eleva el lenguaje y lo entrega. Elevarlo y entregarlo – a todos – es su labor. Decir esto, es como decir que hay verdades subjetivas que son descifradas para recrearlas en el arte. Ciudades como el Vaticano, la Meca o Jerusalén fueron construidas con el ímpetu de los cielos que el hombre desea alcanzar y son ejemplos irrefutables de lo que afirmo.
Ahora bien, ¿quién puede negar que la cima del Auyantepuy – como aseveran los pemones – es el hogar de Tramán-Chitá, el ser supremo del mal, cuando sabemos que una montaña temible puede albergar fácilmente a un Dios temible o que el Chimborazo tiene algo que incita a cantarle? ¿Quién puede contradecir a los mayas por pensar que la palabra y su eco crearon desde la hormiga hasta el volcán que una vez despertó para destruir Pompeya o a los incas por creer que el oro es la sangre del Sol? ¿Quién puede ignorar que a veces es conveniente que la poesía suplante a la razón?
La Biblia cuenta, en el Génesis, que provenimos de un primer hombre llamado Adán y de una primera mujer llamada Eva, pero El Banquete de Platón refiere que eran tres los géneros humanos: uno masculino que descendía del Sol, el femenino de la Tierra y el andrógino, que participaba de ambos sexos, de la Luna. Estos relatos intentan revelar, por medio de la belleza, aspectos de una especie que entiende perfectamente el lenguaje de la belleza.
He pensado, gracias a mis lecturas, que así como el molino depende de su eje y las sombras de la luz… dependemos de los mitos para intentar desentrañar los misterios; en ellos encontramos un puñado de magia para hacerle frente a lo que la lógica por sí misma no puede explicar y la garantía de que las palabras sostienen el universo.
Francisco José Aguiar