


De
este modo, la tesis de Hegel se torna, por la propia dialéctica hegeliana, en
su reverso: todo lo que es real, dentro de los dominios de la historia humana,
se convierte con el tiempo en irracional; lo es ya, de consiguiente, por su
destino, lleva en sí de antemano el germen de lo irracional; y todo lo que es
racional en la cabeza del hombre se halla destinado a ser un día real, por
mucho que hoy choque todavía con la aparente realidad existente. La tesis de
que todo lo real es racional se resuelve, siguiendo todas las reglas del método
discursivo hegeliano, en esta otra: todo lo que existe merece perecer. y en
esto precisamente estribaba la verdadera significación y el carácter
revolucionario de la filosofía hegeliana (a la que habremos de limitarnos aquí,
como remate de todo el movimiento filosófico iniciado con Kant): en que daba al
traste para siempre con el carácter definitivo de todos los resultados del
pensamiento y de la acción del hombre. en Hegel, la verdad que trataba de
conocer la filosofía no era ya una colección de tesis dogmáticas fijas que, una
vez encontradas, sólo haya que aprenderse de memoria; ahora, la verdad residía
en el proceso mismo del conocer, en la larga trayectoria histórica de la
ciencia, que, desde las etapas inferiores, se remonta a fases cada vez más
altas de conocimiento, pero sin llegar jamás, por el descubrimiento de una
llamada verdad absoluta, a un punto en que ya no pueda seguir avanzando, en que
sólo le reste cruzarse de brazos y sentarse a admirar la verdad absoluta
conquistada. y lo mismo que en el terreno de la filosofía, en los demás campos
del conocimiento y en el de la actuación práctica. La historia, al igual que el
conocimiento, no puede encontrar jamás su remate definitivo en un estadio ideal
perfecto de la humanidad; una sociedad perfecta, un “estado” perfecto, son
cosas que sólo pueden existir en la imaginación; por el contrario: todos los
estadios históricos que se suceden no son más que otras tantas fases
transitorias en el proceso infinito de desarrollo de la sociedad humana, desde
lo inferior a lo superior. Todas las fases son necesarias, y por tanto,
legítimas para la época y para las condiciones que las engendran; pero todas
caducan y pierden su razón de ser, al surgir condiciones nuevas y superiores,
que van madurando poco a poco en su propio seno; tienen que ceder el paso a
otra fase más alta, a la que también le llegará, en su día, la hora de caducar
y perecer.
Del mismo modo que la burguesía, por medio de la gran industria, la
libre concurrencia y el mercado mundial, acaba prácticamente con todas las instituciones
estables, consagradas por una venerable antigüedad, esta filosofía dialéctica
acaba con todas las ideas de una verdad absoluta y definitiva y de estadios
absolutos de la humanidad, congruentes con aquélla. Ante esta filosofía, no
existe nada definitivo, absoluto, consagrado; en todo pone de relieve lo que
tiene de perecedero, y no deja en pie más que el proceso ininterrumpido del
devenir y del perecer, un ascenso sin fin de lo inferior a lo superior, cuyo
mero reflejo en el cerebro pensante es esta misma filosofía.
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