L’Été, El verano, es uno de los libros más personales de Albert Camus. En cierto sentido todos lo son, pero no menos cierto es que la habilidad literaria consiste frecuentemente en convertir los hechos y acontecimientos de la vida en una materia un tanto más perdurable. Proust, por ejemplo, cambió los nombres de las personas que conoció, fundió a dos o tres en un solo personaje, disimuló y glosó, todo con el propósito de encontrar en la memoria la posibilidad de recuperar el tiempo perdido. El verano es personal en ese sentido: un libro en que la esencia vital de Camus está ahí pero de forma evidente, palpable, emotiva, como si explorara sus fibras más íntimas y, al mismo tiempo, las expusiera para sus lectores (o para sí mismo, en calidad de primer lector), sin artificio literario de por medio.
A medio camino entre diario de viaje, memorias y ensayo, El verano (1954) lleva al lector por Argelia, Grecia y Francia en una travesía guiada por ciertos mitos fundacionales de la cultura occidental europea —el Minotauro, Prometeo, Helena— y la metáfora del verano como una época ambigua y de transición, una temporada en que el Sol impera pero que también, por eso mismo, es el recordatorio de un segundo momento del año dominado por las condiciones adversas.
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